Por Dick Emanuelsson
Entrevista (30 min.) exclusiva a Roman Hernandez,
coordinador de comunicaión del Centro de Derechos Humanos de la Montaña de Tlachinollan:
Ayotzinapa, la cantera de los profesores rebeldes de México
Los estudiantes de magisterio de Guerrero, como las víctimas de Iguala, tienen una tradición contestataria y de lucha social en un Estado pobre y campesino
Por Juan Diego Quesada, Ayotzinapa, El País
Los estudiantes que pretenden ingresar en la escuela de
magisterio de Ayotzinapa tienen que aprobar un examen y someterse a una
evaluación económica familiar. En el expediente de acceso del alumno Bernardo
Flores, hijo de un campesino, constaron dos propiedades: una casa de adobe con
techo de lámina y una yegua vieja. El chico cumplió el requisito de pobreza y
las ganas de ser profesor en una de las comunidades rurales desperdigadas por
las montañas lo convirtieron en un alumno ejemplar. El Cochi, como le apodan,
está desaparecido junto a otros 42 estudiantes desde que hace 12 días fueran
secuestrados por la policía municipal de Iguala, un cuerpo controlado por el
crimen organizado mexicano.
La escuela de Ayotzinapa se encuentra a un lado de una
carretera secundaria, a tres horas de la Ciudad de México. Los estudiantes, provenientes
en su mayoría de familias que cultivan maíz y frijol, estudian y duermen en
habitaciones compartidas. Las decisiones de régimen interno se toman en
asambleas donde se vota a mano alzada y predomina el lenguaje revolucionario.
En los murales de los pasillos se reivindica la lucha obrera y campesina. “Cuna
de la conciencia social”, reza un cartel en la entrada. La situación de
pobreza, violencia y corrupción política del Estado de Guerrero, en el suroeste
de México, es el caldo de cultivo ideal para crear generaciones de jóvenes muy
ideologizados que rechazan el sistema.
El viernes 26 de septiembre, unos 100 normalistas [estudiantes
de magisterio] de primer y segundo año partieron en dos autobuses rumbo a
Iguala, a poco más de 100
kilómetros en carretera. Los estudiantes tienen por
costumbre apropiarse de autobuses y conductores para que estos los trasladen a
su antojo. “Tenemos la potestad de poner esos vehículos al servicio del
pueblo”, dice un integrante del comité dirigente de la escuela. Ese día fueron
a la estación de Iguala para hacerse con tres autobuses más y en cuanto
enfilaron la carretera que debía sacarlos de la ciudad fueron interceptados por
la policía municipal. Los estudiantes del camión que iba a la cabeza bajaron
para pedirles a los agentes que despejaran el camino y los dejaran ir en paz.
“Entre varios intentamos mover el coche de policía que plantaron allí y fue
cuando nos chingaron”, relata uno de los estudiantes presentes. Los agentes
abrieron fuego en ese momento matando a dos e hiriendo en la cabeza a un
tercero. Más de 40 fueron detenidos —como el caso de El Cochi— y otros tantos
lograron huir por los cerros. La purga no había hecho más que empezar.
“Cuna de la conciencia social”, reza un cartel en la
entrada
Un chico rapado, señal de que es de primer año, fue
testigo del primer balazo a sangre fría de los policías: “Le dispararon a un
compañero a muy poca distancia. La bala le entró por la mandíbula. Se le hinchó
toda la cara. Estaba irreconocible. Siguieron soltando cartucho y tuvimos que
huir como pudimos. Nos rodeaban con camionetas, policías y también vi gente de
civil”. Parte de la noche la pasó oculto en la casa de una mujer que le dio
cobijo y, al alba, se presentó con otros compañeros en comisaría para reclamar
a los que se habían llevado. “Cállate, cabrón. No estés de preguntón”, le soltó
un agente cuando insistió. José, como ha pedido que se le llame, fue después al
servicio médico forense para reconocer a uno de los fallecidos. El cadáver del
alumno estaba sin cara: le habían arrancado la piel con un cúter y le habían
sacado los ojos.
El domingo por la tarde, los familiares de los
desaparecidos, hombres en alpargatas y mujeres con niños en el regazo,
decidieron en una asamblea movilizarse ante “la pasividad de los políticos”.
“Tienen que devolverlos vivos”, conviene uno. “La culpa es del gobernador de
Guerrero”, añade otro. “Hay que dar un golpe de Estado”, agrega un tercero.
Están convencidos de que los 28 cadáveres encontrados en un cerro de Iguala por
las autoridades —tras la confesión de un policía— no son los de sus hijos. Unos
antropólogos argentinos trabajan en la identificación de los cuerpos junto a
los forenses mexicanos.
El historial de lucha de los alumnos de Ayotzinapa es
extenso. En diciembre de 2011 fueron asesinados dos alumnos que protestaban en
una carretera. Dos inmensos retratos de sus caras —mártires de la lucha social—
ocupan una de las fachadas principales de la escuela. Esta escuela ha sido a
veces un semillero de guerrilleros, fiel a la tradición regional de levantarse
en armas. Unos metros más allá de los retratos, un altar con un Cristo y un San
Judas Tadeo vela por los desaparecidos.
El padre de El Cochi, al enterarse de que había
desaparecido su hijo, dejó a un lado la azada y viajó desde su comunidad cinco
horas hasta llegar a la escuela. En un informe de la fiscalía consta que el
carné electoral del estudiante fue encontrado manchado de sangre en el suelo de
uno de los autobuses tiroteado. Nadie se lo ha devuelto y nadie parece saber
dónde está esa prueba. El agricultor dice tener el presentimiento de que su
hijo está vivo. Se lo imagina pasando hambre y miedo en un cuartucho donde los
secuestradores lo tienen escondido. Pero vivo al fin y al cabo. Quiere
corroborarlo con los demás: “¿Usted también cree que está bien?”
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.